Cuando desperté a mí, me hallaba envuelta, abrazada por esas telarañas que a todos conformaron.
Entonces, me convencí.
Decidí aceptar que la propuesta aceptada, formaba parte del camino y que tal vez, también me conformaba; incluso, me sentí importante (una pseudo heroína) por rescatar a un alguien de su soledad.
Ya más despierta, transité por mi destino dispuesta a hacer del trayecto, la mejor siembra que estuviera a mi alcance.
Y aprendí a disfrutar el privilegio de ser cuna, de ser testigo y parte de la germinación de tres vidas en mí.
Y celebré cada milagro de manitos pequeñas. Las miradas que buscaban las mías mientras mi cuerpo alimentaba el amor con amor. Los primeros pasos... ¡Todos los pasos!
Transcurrí y honré. Acompañé, cedí, renuncié.
A veces, practiqué la plenitud.
Y soñé... En silencio.
Y lloré... En silencio. Sin el grito que podría haber desahogado o expresado mis pequeñas-grandes verdades, mis razones.
Pero llegó otro día, ya no sé si en sueños o vigilia, en el que me desconocí.
Me vi ajena a todo.
Me vi ajena a mí.
Y fue ese día, mucho más cercano en tiempo y distancia hasta mis dedos,
en el que me aprendí libre,
sola,
plena y necesaria,
con dudas y estrategias para el no dolor.
Con fuerzas renovadas y sabiendo también algo más...
Aprendí, a mi manera, el amor.
María Inés Iacometti
Maravilloso! Sin desperdicio! Felicitaciones Inés!
ResponderBorrarGracias Eri.
BorrarMe acordé de tu sugerencia de armar un blog y acá estoy... Compartiendo más palabras.
Me alegra mucho que te guste.
Un abrazo.