Comenzó a rodar intempestivamente.
No se sabe qué la sacudió de su letargo.
Tal
vez un látigo de viento inoportuno. Quizás el peso doblegó su espalda
gris. O fue el deseo de imitar la libertad de algún cóndor tempranero…
Formaba parte de la cumbre madre: una montaña erguida en la cadena al Sur de un pueblo solitario.
Cada día vencía el embate de las nubes bajas; el frío, la nieve y las escarchas le dieron estructura de acero.
Sí.
Formó parte de ella… Pero ahora, en su alocada carrera hacia la nada,
en el cruel desvarío de no saber dónde concluye su fantástico rodar,
arremetiendo todo a su paso y tratando en vano de asirse a la mano
tendida de alguna rama seca… Cae.
Se marean sus pensamientos.
Ella quiso volar pero no fue así como soñó su vuelo.
La realidad ha terminado con la fantasía.
Sin alas… Sólo golpes sucediéndose uno tras otro como gotas de lluvia… Cae.
Y
cuando casi tocaba ya el suelo de un prado de verdes intensos, se da
por vencida y expira; quizás acobardada por el miedo o tal vez por la
poca experiencia en caídas.
Su madre, testigo silente de la
huida, no dirá jamás que muere por dentro, que la firmeza externa es
pantalla y que su pasividad –tan admirada- no es una opción sino la cruz
natural que soporta.
La mira con la desazón de quien acepta su destino.
Sólo se atreve a derramar algunas lágrimas por el hilo del deshielo.
La llora… Y piensa en aquellos pobres seres que sostienen el error de creer que por dura, una roca nunca muere.
María Inés Iacometti